Las manos de Onías
por Sumito Estévez
A mediados de año
las lomas del páramo en Mucuchíes se pintan de un amarillo testarudo. Es lo que
los campesinos llaman nabo, aunque de nabo no tiene nada. Se trata de
un tipo de mostaza con hojas y semillas comestibles que ya nadie siembra.
Parece un campo de trigo coronado con unas flores pequeñas de color amarillo
intenso. Es como si gritara su resistencia ante la andanada de semillas y
agroquímicos importados por doquier que envenenan milímetro a milímetro la
tierra andina. Esparciéndose sin permiso motea de amarillo en medio de
sembradíos de papa, de ajo, de brócoli.
Antiguamente los
campesinos tostaban la minúscula semilla negra que da el nabo del páramo y la
molían con cebolla, sal y, a veces, con algo de comino. Este polvo se
llama saní y se usaba casi exclusimente para comer con papas hervidas.
Antiguamente (¡siempre antiguamente!) las hojas se salteaban como cualquier
acelga y con ese guiso se rellenaban pasteles hechos con harina de trigo
integral. Hoy nadie recuerda para qué sirve la hoja y se pueden contar quienes
siguen haciendo saní. Pero allí está esa alfombra amarilla, esa maleza
pictórica que se cuela entre robustas y envenenadas papas nacidas de unas
semillas que los campesinos deben comprar porque los hicieron olvidar que
alguna vez fueron garantes de sus propias semillas. Allí están esas flores
amarillas cantando, con su vaivén hermanado con el viento que las cepilla y les
recuerda que alguna vez en esos helados páramos había trigo para hacerles
compañía y unas papas moradas como nazarenos que ahora los científicos llaman
con el pedante adjetivo de nativas, a la vez que las guardan como un
tesoro derrotado por esa masacre que son los monocultivos.
A lo largo de los
60 kilómetros que separan a la ciudad de Mérida del Páramo de Angostura, en las
paredes de algunas casas se ve pintada la publicidad del herbicida Roundup, de
la compañía Monsanto. La velocidad máxima a la que se puede ir en esas montañas
es de 40 kilómetros por hora, así que da tiempo de sobra para ver los colores
verdes del famoso veneno desmalezador. Es una ironía horrible que yo esté
camino a entrevistar a Onías Rivera y que ése sea el letrero que me reciba.
II
— Ellos creen que estoy loco…
Me lo dice Onías
Rivera mientras camina entre sus tres hectáreas sembradas, mientras señala con
disimulo hacia unos agricultores que, treinta metros cerro arriba, están en la
labor de sembrar su tierra. Lo dice sin rabia, sin melancolía…
— Ellos creen que
estoy loco —me repite.
Ante la geométrica
perfección de los sembradíos vecinos, las tres hectáreas de Onías parecen la
anarquía. Un desorden, parches de colores que parecen un cubrecama hecho de
retazos. Eso es lo que parecen las tres hectáreas de Onías cuando se les
compara con las sábanas monocromáticas de sus vecinos. Arriba, tres hectáreas
de brócoli verde pulido, dignas de un jardín de palacio, son las vecinas
de estas tres hectáreas, dignas de una exhibición de bodega mal arreglada.
— Dicen que estoy
loco porque no echo desmalezador químico para matar la yerba mala y sembrar
luego. Lo dicen porque parte de la siembra la destino para semilla en vez de
comprarlas. Mire…
Onías levanta un
montículo de maleza: con sus manos escarba la tierra y a unos diez centímetros
se ven un par de semillas de haba con un germen naciente que no llega al
centímetro. Es casi una contradicción el contraste entre el gesto absolutamente
amoroso, maternal, de Onías mientras ve a las semillas y sus manos ennegrecidas
de campesino. La tapa con mucho cuidado y sigue hablando. Me impresiona que
haya sabido exactamente en dónde escarbar para conseguir esa pequeña incubadora
de vida.
— Esas habas
crecerán por encima de esa maleza y se enredarán en el maíz que les puse a un
lado. No veo por qué matar a esa maleza. Ella también quiere vivir.
Cama, cuna, casa
futura: respeto por la vida. Todo eso parece resumir Onías con su gesto.
Seguimos caminando
y Onías arranca lo que consigue en su entorno inmediato. Una hoja grande de
mostaza por acá, otra de habas por allá, una de yerbabuena, flores de borraja y
una hoja ácida que llamó cizaña. Las enrolla todas, como en un tabaco,
y va masticando. A partir de ese momento, mientras caminaba a su lado, todo el
tiempo que duró la entrevista Onías estuvo masticando hojas. Arrancaba una y comía.
Arrancaba otra y comía.
— A mí me gusta
comer hojas…
— ¿Eres
vegetariano? —le pregunto. Se sonríe burlón y me deja con la duda.
Seguimos caminando
y me muestra unas flores. Son papas. Hunde las manos en la tierra y saca un
manojo enredado con cinco papas. Amarillas, grandes… de semilla importada.
— ¿Sabe cuántas
rondas de veneno le han echado a las papas del terreno de arriba? ¡Veintiuna!
—contesta él mismo— ¿Y sabe cuántas veces le puse veneno a éstas? ¡Ni una sola
vez! —vuelve a contestarse.
—¿Cómo logras no
ponerle veneno?
Le hago esa
pregunta en un ejercicio retórico, porque estoy allí justamente para eso:
manejé hora y media por la montaña para testimoniar la magia de Onías.
— No les pongo
veneno porque aquí todas las plantas se protegen entre sí. Son como una
familia. Así vi sembrar a mi abuelo en estas mismas tierras y viví los tiempos
de mi padre cuando los isleños —ésas fueron las palabras que usó— empezaron a
vender semillas y veneno. Y entonces aquí más nadie volvió a guardar sus
propias semillas ni a comer de su tierra. Fíjese: aquí hay gente que tiene un
pequeño patio con siembra sin veneno para la casa, ¡porque lo que siembran para
vender no se lo comen ni ellos mismos!
Onías lo dice y
siento escalofríos ante un retrato tan brutal de lo que somos y, sobre todo, de
lo que hemos dejado de ser. Alcachofa, tomillo, cebollín, maíz, yerbabuena,
habas, trigo, mostaza, papas importadas, papas andinas… no recuerdo todo lo que
había en ese terreno, sólo sé que eran muchas cosas.
III
Onías no se parece
a eso que los citadinos creen que son los campesinos. No se parece porque al
parecer los de la ciudad necesitamos que los campesinos parezcan pobres. Cuando
me di cuenta de que pensé eso por un momento —pensar eso: “no se parece a los
campesinos”— me dio una vergüenza tremenda. Debe tener unos cuarenta años y
tiene tres hijas y tres hijos. Con cinco de ellos y su esposa siembra la
tierra. “La más pequeña sólo tiene tres años, pero ya me acompaña a ordeñar”,
me dice. Tiene una tierra que da más que suficiente para que coman los ocho y
para bajar una vez a la semana a vender al Mercado de Mérida. No sabe qué
venderá: cada semana la tierra es la que le informa qué es lo que está listo.
Me invita a su
casa. Su esposa y las hijas han hecho almuerzo: papas “nativas” con saní,
pasteles de trigo criollo rellenos de hojas mostaza salteada, ensalada de
cuanta hoja y flor pueda imaginar con un poco de miel que ellos mismos
producen, queso y mantequilla hechos por ellos, infusiones de otras tantas
hojas más. Me da una envidia tremenda descubrir que hay gente que es
autosuficiente. La casa es bastante modesta para los estándares citadinos, pero
luteranamente funcional. Es un sitio que parece huirle a los sobrantes. Hace
bastante frío y puedo intuir que las noches allí deben ser duras para alguien
como yo, pero al mismo tiempo se respira una armonía que hace pensar que vivir
allí es posible. Durante un par de minutos acaricio la fantasía.
Nos sentamos a la
mesa. Alrededor, parados, dos de sus tres hijas, dos de sus tres hijos y la
esposa con la pequeña en brazos. Lo entrevisto durante tres cuartos de hora y
lo veo cómodo. Se nota que es mucho lo que quiere decir y no quiere perder
tiempo.
La lucha de Onías
es por la salud de su familia, por amor a la tierra, por amor al prójimo,
porque le consta que se puede hacer dinero sin envenenar a nadie, porque sabe
que su abuelo tenía razón.
Onías es un
testarudo. Un irreductible.
Apago la grabadora
y, como si fuese algo casual, me comenta:
— Mi hijo y yo
estuvimos hace dos años en Nepal…
Lo dice mientras
señala al muchacho de unos 15 años que nos acompañó mientras caminábamos el
sembradío y sabe el golpe de efecto que ha tenido su comentario. Sabe que me lo
ha dicho ya con la grabadora apagada y eso lo divierte. Mis ojos abiertos con
asombro a más no poder deben delatarme. Me cuenta que el escalador Marcus Tobía
tiene una fundación llamada Niños en la Cumbre que ha llevado niños de
Venezuela al Tibet y traído niños de allá a Venezuela. Me cuenta cómo una vez,
caminando por estas montañas, lo conoció y así comenzó una cadena de eventos
que lo llevaron a Nepal.
— ¡¿Tienes fotos?!
Mi pregunta,
honestamente, ya no forma parte de la entrevista. Siempre he soñado con conocer
Nepal y Tíbet y saber que estoy al lado de alguien que ya
caminó esas montañas me saca de mi rol.
Su hija mayor
regresa de un cuarto con una laptop. Nos ponemos a ver fotos. Deben haberlas
visto cientos de veces y aun así es obvia la reverencia de toda la familia
mientras las van pasando. Hablan poco. No es una de esas ocasiones en las que
el anfitrión cuenta los detalles del momento en que se tomó cada foto. Apenas
contestan si yo hago una pregunta.
En una foto se ve
claramente a unos campesinos tibetanos con papas a un lado. Onías se detiene en
la foto y nos cuenta que allá las entierran varios metros bajo la tierra helada
para conservarlas.
— Papá, ¿allá
también les echan veneno? —pregunta una de las hijas.
Y a mí me entran
unas ganas tremendas de llorar. Son de verdad. Quiero pellizcarme para tener la
certeza de que son de verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario