jueves, 26 de enero de 2017

“Olleta de gallo”, un plato mantuano que conquista a los paladares


El chef José Luis Morales y la periodista Rosanna DI Turi, nos narran un ameno texto, invitándonos a preparar esta suculenta sopa tradicional venezolana, con el arrojo de las costumbres y placeres de nuestros fogones..
La Olleta, aunque esté virtualmente olvidada, puede preciarse de ser uno de los raros sobrevivientes de la cocina Mantuana. Tan rica es su estirpe, que Francisco de Miranda, luego de desembarcar en Coro en 1806, dejó bien clara su añoranza por los sabores de su infancia, y esta sopa de gallo estaba en esa enumeración nostálgica.
“Su origen viene del siglo XVII, quizás desde antes”, sabe José Luis Morales, chef que ha asumido el reto de rescatar recetas de la cocina caraqueña, Mantuana y tradicional, para salvarlas del olvido. “La Olleta es un plato Mantuano que resume la sazón caraqueña. Al probarla se recuerda el sabor de la Hallaca”, explica Morales.
Una historia entera se resume en esta sopa espesa, única y de personalidad tan recia que es capaz de resumir todos los sabores. “Combina el dulce, salado, amargo, ácido y tostado”, resume Morales, quien le ha tributado especial entrega a esta receta.
El protagonista de esta sopa es la carne de gallo, que no puede ser sustituida por la de su contraparte, la gallina. La razón es que su sabor es único, revela Morales: fuerte, pero con cierta dulzura.
Las señas del gallo a buscar son precisas: “Mientras más viejo, mejor. De preferencia, debe ser criollo y picatierra”. Morales sabe, por experiencia, que en mercados como Quinta Crespo se pueden seleccionan los gallos, en vivo, y se adquieren “beneficiados”.
El día antes de la faena, el gallo, entero o reducido en trozos, se libera de impurezas frotándolo con limón, para finalmente enjuagarlo. El proceso permite alejar los aromas salvajes que no invitan al apetito.
Una olla grande servirá para recibir esta carne junto con los ingredientes reservados para el caldo. La mezcla debe hervir, y cuando se alcance ese instante, se aprovechará para librarla de la espuma que se forma en la superficie. Este detalle “clarifica” el líquido y permite una textura más diáfana.
El caldo se deja cocinar -tapa mediante- al calor del fuego medio, durante dos pacientes horas o hasta que la carne ablande, aunque no debe permitirse que suavice demasiado. Luego se le deja reposar, y cuando se libere de su calor, se cuela.
Cada ingrediente tendrá su destino: los aliños se desechan, el caldo se reserva en la nevera, y la carne de gallo se libera de su piel y huesos, para luego cortarla en sobrios cuadritos de dos centímetros, que también van a la reserva.
Otro paso que se puede lograr con antelación: dorar la harina de trigo, que le otorga al plato el color oscuro, su provocador aroma tostado y una consistencia espesa, que lo caracteriza.
Su participación en el plato demuestra el alma mestiza de esta receta, que ha evolucionado luego de tantos años en las mesas. En una época fue el maíz el protagonista de la Olleta, pero los españoles -y los mantuanos-, explica Morales, gustaban del gofio hecho de harina de trigo.
Tostar la harina es paso esencial. En una sartén de buen tamaño, sometida al calor de fuego moderado, se coloca este blanco ingrediente, mientras se revuelve con una cuchara de madera hasta que se torne color canela. Al final, hay que liberarla de grumos, cerniéndola, y se puede reservar aparte.
Al día siguiente se puede comenzar la faena preparando un melado de papelón. Una taza de este dulce aderezo se obtiene colocando el papelón triturado en una olla, en la que aguardará una taza de agua. Luego de hervir, se deja durante ocho breves minutos al calor del fuego, para lograr la taza de melado necesario. Este tiene que pasar por el rigor de un colador, porque el papelón -se sabe- puede deparar sorpresas inesperadas.
El caldo que aguardaba en la nevera, se libera de las grasas, se coloca al fuego hasta que hierva y se le agrega una hermandad de ingredientes que sorprende: el melado, el vino, la salsa inglesa, la de tomate y la picante. Quién se asombre de la participación de una salsa como el ketchup, debe entender que este plato ha sido hijo de varios tiempos. “Quizá denota una influencia norteamericana, que comenzó en los años 50″.
Mientras el caldo aguarda en el fuego, se prepara rápidamente el sofrito. El fuego medio servirá para que la cebolla, los cebollines, el ajo y el ajoporro -todos reducidos a trocitos- se marchiten en una sartén con mantequilla, para luego agregarles el pimentón, los ajíes y el tomate, también en trocitos. El calor permitirá que este sofrito espese.
Luego se hermanan estos ingredientes en la licuadora y se agrega su sazón al caldo, pero no de manera directa: hay que colar este sofrito sobre la olla, permitiendo que el colador utilizado se sumerja un poco en el caldo, para aligerar la faena. Los restantes sólidos se desechan sin piedad.
Aunque suene inesperado, también se le agrega a la sopa una cebolla picada en Juliana, que será previa -y literalmente- quemada en mantequilla, con un toque de salsa inglesa. Morales explica que este detalle inusual le otorga un toque tostado, que rememora el sabor particular que en el pasado quizás otorgaban los calderos.
En este punto se logra el espesor deseado en el caldo -más consistente que una crema- gracias a la harina tostada, para finalmente agregar las aceitunas picadas, los encurtidos, las alcaparritas, la carne de gallo, un toquecito de pimienta y el jugo colado de la naranja cajera. Este último añadido otorga su contribución al aroma y sabor de acidez propios del plato.
En total, la cocción -desde que el caldo fue puesto en la hornilla- no debe superar los 10 a 15 minutos. Hecho esto, estará lista la olleta, que debe reposar durante 15 minutos más antes de ser dignamente servida. Todo un proceso que depara un plato de alma mantuana e historia larga como su preparación.

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