El arte de la lectura
Miguel Márquez
Leer no es sólo una operación
instrumental por medio de la cual somos capaces de descifrar un conjunto
de signos. Leer es, tal vez, uno de los actos más prodigiosos a los
cuales podemos acceder como seres humanos. Quien aprende a leer ya tiene
en sus manos todas las posibilidades, todas las vidas posibles, todos
los universos. Si hay algo que nos caracteriza como seres humanos es el
don de la palabra, somos -como alguna vez dijera Ernest Cassirer- hombres parlantes. Y
las palabras nos introducen en el ámbito simbólico. Las palabras no son
las cosas, las representan. Toda palabra por tanto, es una metáfora, un
acercamiento a la compresión del mundo que nos rodea.
Desde su nacimiento, el hombre tiene una
pasión denodada por conocer y el placer del conocimiento es
consustancial a nuestra especie. Cuando un niño que está en el proceso
de adquisición del lenguaje reconoce que vive en un mundo habitado por
palabras, que cada cosa tiene un nombre, “comprende”-en uno de los más
fabulosos ejercicios intelectuales-, la importancia del lenguaje y el
placer que deriva. De allí que veamos constantemente a esos “locos
bajitos” preguntando a sus padres con fruición y sin descanso “qué es
esto” y “cómo se llama”; porque de alguna manera entienden que es esto y
cómo se llama es una y la misma cosa, que hay un sistema que nos
permite comunicarnos, no sólo demostrar nuestro agrado o desagrado a través de
gritos e interjecciones. El lenguaje es, entonces, la puerta grande que
abrimos todos los seres humanos en busca de la comprensión de nuestra
vida y del entorno que nos rodea. De allí que la lectura sea uno de
nuestros bienes esenciales.
Pero desde que el hombre habló en el
principio de la humanidad hasta que comenzó a hacer representaciones
escritas pasaron muchos años. Desde las tablas de arcilla en
Mesopotamia, en lo que se conoce como escritura cuneiforme (por estar
escritas con una cuña o punzón), que datan aproximadamente del año 3000
a. C ., hasta la invención de la imprenta por Johann Gutenberg en 1450,
la escritura y el libro han vivido una larga evolución. No vamos a
entrar en detalles en este ensayo acerca de la evolución del libro y la
escritura, porque ese único tema es tan vasto que se llevaría buena
parte de este escrito. Basta que conozcamos que esta evolución ha pasado
por múltiples etapas, que ha utilizado diferentes soportes, llegando
incluso a los más modernos como son las computadoras y los medios
electrónicos.
Nos interesa, sobre todo, permanecer en
el ámbito del amor por los libros y la lectura. Muchas veces escuchamos
acerca de la importancia de la lectura, pero son pocas en realidad las
que nos estimulan verdaderamente el acercamiento a los libros. Una de
las críticas más severas que se le han hecho a la educación es lo poco
efectiva que es para incentivar el hábito de la lectura. Difícilmente
puede un maestro acercar a sus alumnos al libro si él mismo no es un
apasionado de éstos. Igual sucede con los padres. Le reclaman al niño su
falta de entusiasmo por la lectura, pero ellos no son lectores. En
muchas ocasiones se da el caso de que los padres ni siquiera leen el
periódico, y esto el niño lo percibe y de alguna manera siente que ésta
carece de importancia. En relación con este punto, Rafael Cadenas, en un
libro lleno de sutilezas y de hondas reflexiones sobre el lenguaje, que
debería ser un libro de cabecera para todos aquellos que tienen que ver
con el estudio de la lengua (su título es, justamente, En torno al lenguaje),sostiene:
En Venezuela tenemos que empezar por
el primer peldaño: por mejorar el uso de nuestra propia lengua. ¿Y cuál
es la vía natural para su enseñanza? Pues la lectura. No nos andemos por
las ramas. No sólo es la vía natural sino la única. En ese punto no
existe duda entre los que se han ocupado del asunto. La lectura, pues,
lectura constante, lectura atenta al lenguaje, lo cual supone que el
maestro o el profesor sean lectores, y aquí comienza otro escollo.
¿Cuántos lo son en verdad? Tendrían que gustar de los buenos escritores
para poder contagiar a los estudiantes, pero esto nos conduce a otro
aspecto del problema: la enseñanza de los que van a enseñar, el educar
al educador. Con respecto a la lectura habría que seleccionar obras que
interesen al estudiante. Tal sea mejor que comience por leer obras
modernas, y vaya luego adentrándose en el mundo de los clásicos. Me
parece absurdo obligar a estudiantes que nunca han leído un libro, ni
siquiera moderno, a leer el Mio Cid porque lo exige un programa necio.
Es preferible que el viaje sea desde nuestro hoy al ayer. El centro de
la clase de castellano sería entonces la lectura y la conversación –sí,
la conversación, que es necesario reivindicar- en torno a lo leído, sin
perder de vista el hecho de que la lengua rebasa la idea de materia de
clase.
Alguna vez leí en una entrevista que le
hicieron al escritor paraguayo Augusto Roa Bastos que su amor por la
lectura se lo había inculcado su madre, una joven culta de La Asunción,
quien le leía en voz alta textos de la Biblia y de Shakespeare,
al mismo tiempo que le contaba leyendas indígenas en guaraní. Lo
interesante de esto es la reflexión de Roa Bastos acerca de su
iniciación en la lectura, ya que a pesar de no entender según él muchas
de las cosas que le leían no olvidó nunca, en cambio, la musicalidad de
aquello que escuchaba. Ese encanto de la lectura, de la oralidad, selló
su amor por la literatura. Y es que la lectura es, también, un
intercambio amoroso. Cuando hablamos de lengua materna no sólo pensamos
en la lengua que primero dominamos sino también en la lengua madre,
aquella que nos nutre y vivifica, que llenó de magia nuestra infancia,
que nos otorgó nuestras primeras mitologías. El amor por la lectura es
una aventura y una búsqueda: leemos porque estamos interesados en
interpretar lo que somos y lo que nos ocurre. Por ello el libro no sólo
“comunica” en un sentido unidireccional. El libro tiene la capacidad de
movilizar en nosotros nuestras creencias y sensibilidad: cuando leemos
lo hacemos desde nuestra experiencia y con los conocimientos que tenemos
al alcance, pero ellos nos abren a experiencias que están en nosotros y
que sólo esperan algo que las esclarezca, que nos permita sacarlas de
adentro. Por ello es que, a diferencia de otros medios como la
televisión, la lectura abre las puertas al diálogo: lo conocido y lo
desconocido nos interpelan, exigen de nosotros que coloquemos nuestras
aspiraciones, nuestras angustias, la particular forma que tenemos de
entender el mundo. Franz Kafka, escritor checo, escribió en su diario
que “Un libro debe ser un pico que quiebre el helado mar que nos rodea”
Tal vez con ello quiso decir que un libro no está allí para
complacernos, para dejarnos habitar en el cómodo mundo de nuestras
creencias, sino, muy por el contrario, para enfrentarnos con lo
desconocido, con espacios pocos habituales, con lo otro, con lo
diferente. La costumbre de alguna forma va creando en nosotros
impedimentos para vernos y ver el mundo, nos anestesia frente al dolor,
domestica nuestras alegrías. Y el libro viene a nuestro encuentro para
devolvernos a la vida, a sus prodigios y sus dones, tanto como al horror
de lo que existe y lo que somos.
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